El fin de semana pasado estuve con un grupo de amigos a los que hacía mucho que no veía. Unos cuántos tienen blogs y así estamos más o menos al día pero, en general, a ninguno le había visto como mínimo en un par de años. Este tiempo y mis pequeñas peripecias por el mundo han provocado que los susodichos me hicieran fatídicas preguntas durante todo el fin de semana, del calibre de las siguientes:
1) ¿Qué tal tus viajes?
2) ¿A qué conclusiones has llegado?
3) ¿Cuáles son tus planes ahora?
Quizás a cualquier otro le parezcan preguntas sencillas y lógicas pero a mí me parecen auténticas bombas a los cimientos de mi alma. En primer lugar, no se pueden resumir tantos días, meses, vivencias... en una sola respuesta porque inevitablemente ésta será una respuesta simplista y reductora, vacía en sí misma de contenido e información, de hecho, la respuesta a la primera pregunta acabó siendo un absurdo "Muy bien", como el que responde al camarero que, atento, pregunta acerca de las viandas que uno acaba de ordenar y devorar.
En segundo lugar, conclusiones he llegado más bien a pocas, quizás la certeza de haber perdido todas las respuestas que alguna vez creí poseer a algunas de las grandes y simples cuestiones de la existencia. El Sólo sé que no sé nada.
En tercer lugar, nunca he tenido planes y, por el camino por el que voy, no creo que nunca los tenga, ni me vaya a poner a estas alturas a delimitar planes ni mapas de mi existencia. Son inútiles, siempre acabo rompiéndolos en pedazos en momentos de profunda agitación mental. Así que... ¿para qué tenerlos?
Me da la sensación de que no he hecho todos esos kilómetros que os conté, ni he conocido todas esas personas que os narré, la experiencia de repente se empeña en desaparecer y dejarme huérfana de la sabiduría necesaria para poder enfrentarme a otro día conmigo misma, aquí.