Tuesday, November 08, 2005

Bundi o El palacio en la colina.

“Fantasy is what people want, Reality is what they need.
I have stopped needing fantasy”
Lauren Hill

“Bundi es un sitio mágico” nos presentó Maria Chandra, personaje recurrente a lo largo de mi viaje por India, el lugar. Maria Chandra fue un fantasma en un ordenador en una calle de Delhi mucho antes de conocerla y fue otra sombra de un ciber café en Port Blair, capital de las Islas Andamán, muchos meses después. Su áurea y sus buenas vibraciones estuvieron presentes todos estos meses conmigo.
Bundi es un pueblo del Rajasthan, no tan visitado como las famosas Jaipur, Jodhpur, Jaisalmer…pero mucho más especial. Bundi fue con diferencia el lugar de India donde los niños fueron más insistentes, donde vi más cerdos por la calle y donde conocí a mi primer travelling companion: Luigi, un italiano medio calvo, largo como un día sin pan, de nariz aguileña y verbo fácil y constante. Llevaba ocho años viajando sin parar, sin retornar a su Nápoles natal, ocho años haciendo y deshaciendo su petate militar, petate que vi como hacía y deshacía unas cuantas veces en los días posteriores a conocerle.

Conocí a Luigi como se conoce a casi todo el mundo de viaje: en un medio de transporte. Un autobús local de Ajmer a Bundi. En un alto en el camino Luigi me abordó en perfecto español. Y con él compartí la primera de las muchas veces en que me he sentido como un mono de feria en India. Una veintena de hombres nos rodeó mientras charlábamos en mi idioma materno a menos de un metro y medio de distancia. Los indios son personas por naturaleza curiosas y no sienten vergüenza por ello, así que no disimulan. Nunca verás a un indio agachar la cabeza cuando ha sido cazado in fraganti mirándote fijamente. ¿por qué debería bajar la mirada? Así que tras ese primer momento en que empecé a entender un poco mejor la naturaleza india, y , por tanto, también la mía propia, continuamos viaje y tras cinco horas en total llegamos a la estación de autobuses de Bundi, estación atestada como todas las indias de gente y autorickshaws. En estos momentos es cuando uno se mide con la inteligencia y picardía de los locales y con las propias. Uno descubre sus dotes negociadoras. He de decir que las mías han mejorado sustancialmente en los últimos meses y mejoraron en estos primeros momentos con Luigi, observando a un perro viejo en el arte de la negociación de taxis. A veces pienso que si estas negociaciones se estilaran en occidente los taxistas serían mejores personas y tendrían mejor humor porque probablemente ganarían mucho más dinero, muchos más enemigos es imposible.

Compartimos el autorickshaw hasta el centro, uno de tamaño familiar, con otras dos chicas de Taiwán y una lunática india que decía tener una family house barata, limpia y confortable y no hacía mas que enseñarnos su libro de referencias dejadas por otros viajeros y pedirnos perdón, todavía no entiendo por qué. Al llegar a la family house de la lunática nos dividimos, Luigi y las taiwanesas arreglaron un sitio y yo me quedé con la lunática. Este tipo de decisiones son las que he ido lamentando posteriormente, tener que levantarte por la mañana y encontrarte a una chica que simula con su puño cerrado que lleva un micrófono y te lo plantifica delante de tu boca para que hagas unas declaraciones es el tipo de cosas que definitivamente una no quiere sin haber ni siquiera tomado el primer cai.
Bundi conserva todavía un aire medieval que se aprecia, sobre todo, en el Palacio de la colina.
La tarde que subí a admirar los frescos del palacio compartí una bella puesta de sol con un alemán, Uli, al que nunca más volvería a ver en India pero que me dio un grandísimo consejo: un buen sitio para comer en mi siguiente destino Udaipur. Al día siguiente dejé Bundi dejando atrás a la lunática de la family house, los cerdos y niños por las calles que corrían y te perseguían y los monos y las vacas en lo alto de la colina, en el palacio.
La noche que dejaba Bundi, con cierta sensación de inicio de viaje por que por fin dejaba a Iria y a su socia Maria, presencié la primera celebración de una boda india. La procesión consistía en una especie de tractor en el que iban subidos un cantante que desafinaba como pocos y un teclista que iba aporreando un teclado eléctrico. Delante de ellos una procesión de hombres (era la celebración del novio) iba desenfrenada y bullanguera bailando por las calles del pueblo. Cerraba la comparsa un carrito en el que iba encaramado un pequeño y ruidoso generador gracias al cual todo aquel jaleo era posible. A ambos lados de la procesión iban chicos sujetando fluorescentes en las manos para alumbrar la fiesta. Fue una experiencia única los jóvenes indios normalmente tan reprimidos a causa de la tradición y la religión eran el vivo retrato de la alegría y euforia. Por supuesto, alegría no compartida con ningún ser del sexo opuesto.
Pasé mis últimos momentos en Bundi con las chicas en una lassi shop (los lassis son batidos que se hacen en vez de con leche con yogur y normalmente con frutas. Son las batidos más deliciosos que he probado nunca) contemplando la boda y ansiosa ante el primer viaje sola. Pero la realidad es que viajar es una soledad constantemente acompañada.

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