Sunday, June 15, 2008

de energías, conciertos de fanáticos y ritmos calentitos

El ambiente estaba cargado de algo, no sé cómo describirlo, de energía. A lo mejor sólo era yo. A lo mejor eran esas nubes cargadas de besos acuáticos, amenazantes, poderosas. Me hipnotizan y maravillan. Con las fechas en las que estamnos y fíjate qué tiempo! Estoy segura de que cuando llegue el calor, golpeando fuerte y contundente en la cara, también se quejarán.

Paré, me senté. La cabeza me estaba pidiendo a gritos un poco de sosiego, mi cabeza, mi alma, mi cuerpo; todo mi ser.

The Dying Animal, mucha gente me lo ha recomendado ya. Gente variopinta, que me conoce o ni siquiera me ha visto jamás, físicamente. La gran mayoría de libros que leo son recomendaciones. Me dejo que la gente me empape y me embauque. A veces, falla y le conducen a una a un foso y, otras veces, las más, le desvelan maravillas antes desconocidas por la que escribe.

Anoche fui a un concierto de música electrónica contemporánea, whatever that means. Esperaba un concierto a base de ruido de lavadoras centrifugando y chasquido de dedos. Me encontré a unos cuantos varones apostados frente a ordenadores portátiles en un espacio minimal, blanco e hipoalergénico (pero con sillas del Ikea como cualquier hijo de vecino). La audiencia estaba compuesta, a partes iguales, por mujeres de corta edad no depiladas y hombres de mediana edad y poco pelo con gafas de pasta oscura. Ninguno de los allí presentes parecía tener un poco de distancia con lo que estaba ocurriendo. Tampoco parecían, a mis humildes y paletos ojos, tener un sentido del humor lo suficientemente desarollado como para darse cuenta de lo sui géneris de la situación.

Tras un primer momento de vacilación, mis acompañantes y yo nos dirigimos resolutos a nuestras impolutas sillas blancas del Ikea. En el espacio escéncio, había dos saxofonistas con los ojos cerrados y con cara orgásmica (sin gafas de pasta) emitiendo una serie de sonidos que mi escasa formación musical me impide valorar en toda su profundidad, pero que mi atrevimiento me empuja a calificar de ruidos inconexos.

La velada trascurrió entre sonidos de agua, lo que parecían ser derrapes de aviones y sirenas de barcos. El único ejecutante que atrapó mi atención, debido a mi incansable curiosidad, fue un caballero de mediana edad, calvo y con gafas (pero no de pasta). Éste tocó lo que parecía un piano del futuro, el instrumento consistía básicamente en un listón de madera sobre un trípode provisto de toda una serie de sensores que reaccionaban a distintos estímulos: distancia, flexión, luz, movimiento, presión... Durante diez minutos, sus manos tocaron y se movieron arriba y abajo sobre los sensores produciendo sonidos estrambóticos.

Tras tanta modernidad, nos dirigimos a un garito a desprendernos de tanto ambiente posmoderno, hipoalergénico e intelectual y nos impregnamos del calor y sudor de decenas de personas bailando al ritmo de sonidos afro-cubanos.



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