Me acerqué a la barra del bar a pedir el tan ansiado café, cuando, nada más entrar, percibí tu perturbadora presencia junto al único hueco vacío. Hola, espeté y tendí en tu dirección un documento de trabajo. Al tomarlo, un temblor en tu mano me hizo darme cuenta de que quizás no sea la tuya la única presencia perturbadora por estos lares. Alivia, sinceramente.
Esa misma noche un par de preguntas lanzadas tal que artillería ligera por un fuego cruzado, de miradas y entretiempos, me hicieron irme a casa riéndome de mí y de mi mundo.
A la tarde siguiente, otro café más fluido, amigable y dulce, y una invitación abierta, lanzada al vuelo, para el que la quiera tomar.
Tú, con más ganas de saber de mí, y yo, desaparecí. Me atrapaste en fuerte y cálido abrazo, mejilla con mejilla, antes de que saliera apresurada por la puerta de cristal.
Corrí hacia el metro más cercano, en mitad de una noche gélida del mes de diciembre, deseando un gesto que me diera una razón para no huir. Apreté el paso, por si acaso, alejándome de nuevo de tu tentación.