La temporada oficial de terraceo ha dado su pistoletazo de salida, aquí, en esta esquinita del mundo por donde me muevo. En Madrid, sólo hay una afición que supera la sana costumbre de desayunar dos veces, una en casa y otra en el bar; la de irse de terrazas cuando llega el buen tiempo.
El acto en sí parece sencillo pero requiere cierta pericia. Uno/a estipula un lugar de encuentro (D) a una hora más o menos tardía (H) con una o más personas (P-Pn). Cuando P-Pn llega a D a la hora H o H y media, que siempre hay la típica P que llega tarde; comienza la ávida búsqueda de un lugar donde aposentar las reales posaderas de los presentes. Esta búsqueda puede ser más o menos productiva. La suerte que uno tiene buscando sitio en una terraza a partir de finales del mes de mayo es inversamente proporcional a la suerte que uno haya tenido aparcando en Madrid durante el arduo invierno.
Una vez sentados, el grupo comienza a intercambiar lentamente, al ritmo de los grados del termómetro, las pequeñas historias del día a día. Ayer tarde cuando V y G (esto va de iniciales por si todavía no lo habías captado) estaban compartiendo conmigo sus pequeñas aventuras apareció por nuestras mesa un chavalín, uno de esos que se acercan con gran sonrisa dibujada en la cara y una maleta llena de tesoros, tesoros imaginados en tardes igualmente calurosas y lentas, sensuales, donde uno imagina quien llevará aquellos pendientes o en qué muñecas acabarán las pulseras que uno trenza; pulseras que, de buenas a primeras, nadie quiere ni necesita. Y es que nos cuesta, nos cuesta, o quizás me cuesta¿? comprar a uno que ambula y deambula. El caso es que este chico se nos acercó con la sonrisa grande, una caja roja y una baraja de cartas en la mano. Mirar es gratis, espetó con rapidez. Os voy a hacer unos jueguitos, acto seguido.
Entonces comenzó una maravillosa actuación, cercana, real, cálida. Nos reímos todos, incluido el Mago, el Mago Merlín. Aquellas cartas no eran las que parecían, nos leía el pensamiento, nos engañaba con la palabra y, al final, compramos, claro. Un par de pendientes cada una que ni queríamos ni necesitábamos. Claro.
Unos días antes en otra terraza cercana, E y S me relataban historias de personas hace tiempo olvidadas y de otras jamás conocidas. Compartíamos lo propio y lo ajeno, afición muy castiza también. E nos explicaba las experiencias de una amiga interiorista que viaja por todo el mundo decorando, tal que fábrica de tornillos, tiendas, para que todas se parezcan las unas a las otras. Imagen de Marca, lo llaman. Aburrimiento. El caso es que esta interiorista andaba atribulada pues un fantástico sofá que había de decorar la nueva tienda de la famosa marca de moda para la que trabaja en El Cairo no aparecía por ningún lado. Se afanó en buscar por todos los rincones de la tienda y del centro comercial donde ésta está situada. Al final, tras muchas vueltas, encontró en un desván a un guardia de seguridad echando la siesta en su fabuloso chaise longe en ropa interior frente a un ventilador. E apuntaba como coletilla que si me pasaba por la susodicha tienda de la capital egipcia no aposentara mis reales nalgas en el sudoroso sofá. Me da la sensación que no veré yo tal pieza de mobiliario.
El acto en sí parece sencillo pero requiere cierta pericia. Uno/a estipula un lugar de encuentro (D) a una hora más o menos tardía (H) con una o más personas (P-Pn). Cuando P-Pn llega a D a la hora H o H y media, que siempre hay la típica P que llega tarde; comienza la ávida búsqueda de un lugar donde aposentar las reales posaderas de los presentes. Esta búsqueda puede ser más o menos productiva. La suerte que uno tiene buscando sitio en una terraza a partir de finales del mes de mayo es inversamente proporcional a la suerte que uno haya tenido aparcando en Madrid durante el arduo invierno.
Una vez sentados, el grupo comienza a intercambiar lentamente, al ritmo de los grados del termómetro, las pequeñas historias del día a día. Ayer tarde cuando V y G (esto va de iniciales por si todavía no lo habías captado) estaban compartiendo conmigo sus pequeñas aventuras apareció por nuestras mesa un chavalín, uno de esos que se acercan con gran sonrisa dibujada en la cara y una maleta llena de tesoros, tesoros imaginados en tardes igualmente calurosas y lentas, sensuales, donde uno imagina quien llevará aquellos pendientes o en qué muñecas acabarán las pulseras que uno trenza; pulseras que, de buenas a primeras, nadie quiere ni necesita. Y es que nos cuesta, nos cuesta, o quizás me cuesta¿? comprar a uno que ambula y deambula. El caso es que este chico se nos acercó con la sonrisa grande, una caja roja y una baraja de cartas en la mano. Mirar es gratis, espetó con rapidez. Os voy a hacer unos jueguitos, acto seguido.
Entonces comenzó una maravillosa actuación, cercana, real, cálida. Nos reímos todos, incluido el Mago, el Mago Merlín. Aquellas cartas no eran las que parecían, nos leía el pensamiento, nos engañaba con la palabra y, al final, compramos, claro. Un par de pendientes cada una que ni queríamos ni necesitábamos. Claro.
Unos días antes en otra terraza cercana, E y S me relataban historias de personas hace tiempo olvidadas y de otras jamás conocidas. Compartíamos lo propio y lo ajeno, afición muy castiza también. E nos explicaba las experiencias de una amiga interiorista que viaja por todo el mundo decorando, tal que fábrica de tornillos, tiendas, para que todas se parezcan las unas a las otras. Imagen de Marca, lo llaman. Aburrimiento. El caso es que esta interiorista andaba atribulada pues un fantástico sofá que había de decorar la nueva tienda de la famosa marca de moda para la que trabaja en El Cairo no aparecía por ningún lado. Se afanó en buscar por todos los rincones de la tienda y del centro comercial donde ésta está situada. Al final, tras muchas vueltas, encontró en un desván a un guardia de seguridad echando la siesta en su fabuloso chaise longe en ropa interior frente a un ventilador. E apuntaba como coletilla que si me pasaba por la susodicha tienda de la capital egipcia no aposentara mis reales nalgas en el sudoroso sofá. Me da la sensación que no veré yo tal pieza de mobiliario.