J.C. es un compañero de la pisicina. Tres veces por semana, nos vemos en bañador, llueva, nieve o haga calor para compartir aguas, desayunos y risas. J. C. es comercial de una empresa en la que lleva 27 años trabajando, se las sabe todas y ha llegado a ese punto en que se escaquea cuando puede sin que nadie le diga nada.
J.C. es un tipo sano, grande, tiene familia. Esta mañana mientras compartíamos desayuno después de nadar nos ha confesado que una vez fue al psiquiátra. Sólo una. Llevaba meses con un problema físico que no se le iba y llego un punto en que estuvo convencido de que tenía que ser por un problema mental. Así que, como el que busca el número de teléfono de una copistería o de un taller mecánico en las páginas amarillas, J. C. abrió el libreto del seguro médico que religiosamente paga y busco por la P el nombre de un psiquiatra.
Cuando llegó a la consulta, le explicó al doctor su problema y éste, moviendo la cabeza de lado a lado y resoplando lenta y constantemente durante unos cuantos segundos, le diagnosticó un tratamiento de dos años de duración porque, al parecer, su problema se iniciaba en la cabeza y continuaba hasta sus intestinos, que es su zona débil y afectada.
J.C. preguntó el precio por sesión. El doctor se lo dijo, tras haberle preguntado primero si cuando veía un cuadro torcido sentía impulsos de ponerlo recto y si le producía algún sentimiento encontrado ver una puerta entrebierta. J. C., resuelto, contestó: los cuadros los pongo rectos y las puertas, o abiertas o cerradas. Así es J.C., un tipo directo. El doctor resopló de nuevo y se reafirmó en su diagnóstico: dos años.
J. C. nos confesaba que tras aquella visita no había habido ninguna otra y que su problema, el mental, se terminó ahí, justo a la salida de aquel portal de Nuevos Ministerios. El problema, físico, aún continúa, de vez en cuando.
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