Desde donde estoy advierto, a lo lejos, una gran gaviota insolente que merodea mis pertenencias, abandonadas con descuido sobre la blanca arena. La veo picotear la bolsa donde llevo un par de frutas. No parece temer a los pocos humanos que hay a su alrededor, imagino, que el hecho de ser capaz de volar le dota a una de esta insolencia ¿qué hay más bello y majestuoso?
El agua es tan trasparente que al nadar puedo apreciar nítidamente todo el fondo, las rocas, los peces. El sol calienta sin llegar a quemar y la brisa sopla fresca. El pinar a mi espalda es el marco perfecto a toda esta estampa.
No sobra ni falta nada o quizás debería decir: No me sobra ni me falta nada. A veces soy capaz de rozar la felicidad con las yemas de mis dedos, absoluta y pasajera, más tarde ésta se desvanece.
Mientras escribo, un suave viento acaricia mi piel desnuda y los pájaros sirven de melodía a esta carta. Siempre me ha gustado escribir cartas. Retomé el hábito cuando me fui a India. Mi madre, cabezona, se negó a que le enseñara a manejar el correo electrónico así que tuve que recurrir a los métodos tradicionales y redescubrí lo maravilloso de pasar un tiempo frente a un papel en blanco para desgranar las impresiones, sensaciones y recuerdos de una. Empecé por mi progenitora, seguí con Sara y continué con algunos amigos cercanos. Escribir cartas, sin remite. No querían, no necesitaban una respuesta. Como ésta, escrita en una apacible tarde de una maravillosa isla.