Una catedral gótica, un templo hindú, una pagoda budista. Tres arquitecturas para la espiritualidad, la primera, grandiosa, silenciosa, hiperdimensionada, el humano se siente pequeño en sus tripas; el segundo, colorista, bullanguero como los hindúes, lleno de luz, color; la tercera, llena de vida, con mercados en su interior, gente comiendo, monjes meditando... usada, útil para los mortales.
Los templos católicos son los mejores para la meditación, meditación que cristianos ni practican ni predican ni aceptan, sospecho, limitándose a arrodillarse (gesto de sumisión y sometimiento más que de respeto a mis ojos) frente a imágenes de vírgenes llorosas y lloronas y cristos sangrantes y sufrientes ¿sufridos? Qué lejanía en las imágenes, adoradas todas, por unos y otros, aquí y allí, éstas agonizantes, aquellas, festivas y templadas con cabezas de elefantes o monos.
Cristaleras coloristas de vidrio reciben rayos de luz oblicuos a última hora del día y en el interior de la catedral el tiempo parece detenerse. Una campana suena en el campanario, allí arriba, inalcanzable. La señal de la cruz. El agua santa. Una natividad. Ritos antiguos y curiosos.
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