- Supongo que me respetarás, ¿eh, Teodoro?
- ¿Qué guarradas está usted pensando padre?
- ¡Déjate, déjate! Que un hombre en la cama siempre es un hombre en la
cama, ¿eh?
Amanece,
que no es poco
José Luis
Cuerda
No tiene esta
misiva más intención que servir de guía a un poeta casado y bien casado, tal
que humilde anfitriona del barrio de Argüelles y aledaños.
A primera hora
de la mañana o última de la noche, según se dé el día, unos pasos le llevarán directo de su cama
transitoria hasta la churrería de la calle Hilarión Eslava, ésa que no tiene
nombre. Por distintivo luce, únicamente,
una persiana grafiteada. No tiene pérdida, es aquella que está entre la
tintorería y la tienda de lanas. Allí, se podrá deleitar con unas maravillosas
porras recién hechas, tan madrileñas ellas, acompañadas de un chocolate caliente,
reconfortante.
Si lo prefiere,
puede dar un paseo más largo, y subir la calle Fernando el Católico hasta una
pequeña panadería regentada por una francesa de bonita sonrisa y dulces maneras
y que con su pan, tartas y napolitanas de chocolate le hacen pensar a una que está
en la mismísima Francia.
Para bajar el
desayuno, un paseo por el parque del oeste y el paseo de Camoens, cerrado al
tráfico privado los fines de semana y plagado de gente en mono patín y en bici.
El aperitivo en
Casa Paco, en cuya carta se asoman hasta 25 tipos de tortillas, de
las de verdad, hechas con huevo. Puede usted intentar sentarse a comer en el Restaurante
Nájera, con fresqueras , y, como colofón, un café en la Cafetería
Hermanos Díaz (HD) que reúne abuelos del
barrio con modernos en la misma exacta proporción. Los primeros, toman la
merienda, mientras los segundos se deleitan con un Gin Tonic de su extensa carta.
La puesta de
sol invernal, de hurtadillas, en la terraza espectacular de su propio hotel,
acompañada de un té caliente que, a esas alturas y en estas épocas, el viento de
la sierra es helador.
Para la caña
vespertina, El Rosado, en la esquina de Hilarión Eslava y Meléndez Valdés. Un
bar de parroquianos de toda la vida, de esos sitios a los que una nunca sabe por
qué sigue yendo. El dueño es un sieso, la sonrisa le cuesta e invariablemente cada
vez que una pide un botellín tiene que mendigar un pincho. Estos van de las cortezas revenidas, a las tristes aceitunas pasando por las patatas fritas de bolsa, todo en cantidades
irrisorias. Y, sin embargo, tiene ese algo irresistible. Cuelgan de sus paredes
vetustos carteles de concursos
de tunas de hace más de 40 años, en la estantería hay botellas de Fundador bien cargadas de polvo y sirven
Kir Royale, un aperitivo típico belga.